San Alberto nació probablemente entre 1193 y 1200 y murió en 1280. Es el primer científico entre los santos, es decir, el primer científico que fue canonizado.
Nació en Lauingen an der Donau, un hermoso poblado situado en el actual estado de Baviera, en Alemania. Alberto pertenecía a la dinastía caballeresca de los Bollstädt y estudió en Padua.
En 1223 ingresó a la recientemente fundada orden de los dominicos, de los frailes predicadores, fascinado por la personalidad del Maestro Superior de la Orden, San Jordán de Sajonia, primer sucesor del fundador Santo Domingo de Guzmán.
Provisto de una inteligencia extraordinaria, el joven Alberto fue llamado a dictar cátedra tanto en Colonia como en París. En 1248 tomó en sus manos la dirección de la Escuela de los Dominicos en Colonia (Köln) y acrecentó el prestigio de la escuela y el suyo propio.
De hecho, en esta escuela están los inicios de la actual universidad de Colonia. Entre sus discípulos estuvo Santo Tomás de Aquino, cuyo talento Alberto reconoció de inmediato.
En 1260 fue nombrado obispo de Ratisbona (Regensburg), pero sólo duró en el encargo poco menos de tres años, puesto que, aunque ya de avanzada edad, tuvo que asumir otras tareas. Además, su nombramiento como Obispo sirvió para desactivar un terrible enfrentamiento entre la ciudad y el obispo Alberto de Pietengau, así que, en cuanto las cosas se tranquilizaron, el papa Urbano IV aceptó su dimisión, pero lo envió como predicador de las cruzadas a todos los países de habla alemana, lo cual hizo el fraile dominico en los años 1262 y 1263.
Después de esto, retomó su actividad docente en Colonia y en 1274 participó en el Concilio de Lyon. Aunque ya tenía 84 años de edad, en 1277 se dirigió a París, para defender las enseñanzas y el nombre de su discípulo Tomás de Aquino, fallecido tres años antes, pues la iglesia amenazaba con condenarlas.
Es interesante mencionar que Alberto era conocido, ya en vida, como doctor universalis, puesto que se dedicó al estudio de todas las disciplinas científicas de su época: teología, filosofía, química, física, metafísica, mecánica, matemáticas, mineralogía, botánica, medicina, geografía, astronomía y zoología.
Con gran profundidad explicó la importancia de la filosofía aristotélica y escribió comentarios a todos los libros de la Biblia. Este erudito defendió la autonomía de la razón en la investigación experimental. Fue el primero en estudiar innumerables especies animales, incluyendo peces y abejas; sus descubrimientos sirvieron para fundar muchas disciplinas científicas.
Por eso es que el papa Pío XI lo canonizó en 1931 y lo proclamó “Patrono de los científicos.” San Alberto falleció en 1280. Sus restos reposan en la cripta de la Iglesia de San Andrés, en Colonia.
Sus conocimientos científicos eran tan considerables, que sus contemporáneos hicieron circular una enorme cantidad de leyendas en torno a este supuesto “mago Alberto”, pues poseía amplísimos conocimientos filosóficos y científicos, que, con un claro pensamiento y capacidad de observación, sabía relacionar entre sí. Muchos incluso le temían y se referían a él como “el hombre que todo lo sabe”.
Ciertamente sabía mucho de ciencias naturales, pero lo que lo distinguía, en primer lugar, era su profunda fe, por lo que fue, antes que nada, un convencido cristiano y un teólogo renombrado.
Esta convicción firme de cultivar la fe y la ciencia lo llevaron a afirmar: “Si alguien domina a profundidad las ciencias naturales, la Palabra del Señor no será ninguna razón para dudar”. Esto es: para Alberto, la fe y la razón, la fe y la ciencia no se contradicen nunca.
La recepción de la filosofía aristotélica en el pensamiento occidental es un fenómeno importantísimo que le debemos a Alberto, pues tradujo toda la obra del filósofo estagirita, sobre la que también escribió eruditos comentarios. Su prestigio era tan considerable, que en la ciudad de Colonia frecuentemente lo llamaban a fungir como intermediario en las querellas entre la ciudad y el arzobispo.
Su trabajo de sistematización enciclopédica de muchos de los saberes que le interesaban se basaba en observar, describir y clasificar los fenómenos que estudiaba. Esto es, se guiaba por lo que ahora llamaríamos “métodos científicos”.
San Alberto Magno fue, por eso, consagrado como el patrón de los químicos y de todos los científicos abocados al estudio de la naturaleza, pues ya hemos visto que emprendía investigaciones en botánica, astronomía, geografía y alquimia (la versión medieval de la química actual), entre otras disciplinas.
Fue un auténtico hijo del luminoso siglo XIII, culmen de la Edad Media, de naturaleza enciclopédica, de insaciable sed de conocimientos sistematizados, como lo demuestra no sólo la obra de San Alberto, sino también la de su discípulo Santo Tomás de Aquino, las “Cantigas de Santa María”, recopiladas por orden del rey Alfonso el Sabio, la “Leyenda Áurea”, del dominico Santiago de la Vorágine, el “Magnus Liber Organi”, recopilado en París con obras de los más célebres compositores de Notre Dame, entre muchísimos ejemplos más.
Es patrono de los estudiantes, de los teólogos, filósofos, naturalistas, mineros y científicos en general. Seamos todos conscientes de la importancia de este científico genial, comprometido con la fe, con la ciencia, con la justicia y con la sapiencia, haciéndose eco de la máxima de los dominicos, de los frailes predicadores: “Contemplari et contemplata aliis tradere”: “Contemplar y transmitir a todos lo que hayamos contemplado”.
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